20 dic 2016

XIV Congreso del Partido Carlista: Coherencia es Honestidad.




C O H E R E N C I A  E S  H O N E S T I D A D

   Tanto la estructura actual del Partido Carlista como su liberación ideológica mediante su reencuentro con los fundamentos reivindicativos que movieron a sus bases en varias de las sublevaciones populares de su primera historia, arrancan de la implicación voluntaria, en 1957, del hijo de Don Javier, Carlos Hugo, en la lucha popular carlista. Ello conlleva que cualquier análisis de la vigencia actual del corpus ideológico del partido esté inevitablemente vinculado a la larga trayectoria de búsqueda y reencuentro con su propia autenticidad, por parte de las bases, sí, pero también a que la misma haya estado inexcusablemente implicitada en la adhesión a ese pensamiento y en el, por un tiempo, paralelo actuar de tal príncipe.

   La motivación popular carlista ha tenido numerosas razones desde sus inicios, tantas, quizás, como territorios y hasta poblaciones donde fructificaba o surgía, pero esencialmente dos han sido sus mas sólidas y claramente identificativas: la defensa del comunal que les proporcionaba el sustento (especialmente en los territorios de Euskal Herría), incrementada por el ataque proveniente de las leyes desamortizadoras, y la cuestión foral que con el transcurrir del tiempo, con su defensa y reivindicación carlistas, ha sido –y es- considerada la matriz de todos los movimientos nacionalistas y, en su respuesta a la provocada represión centralista, tenida por algunos como germen del secesionismo tanto vasco como catalán.

   En 1974, este ponente escribía respecto a la motivación foral, a la reafirmación soberanista encarnada, en un principio, tan solo en el carlismo y, como ya se ha dicho, raíz y antecedente inexcusable de todos los nacionalismos peninsulares hasta el día de hoy:

   “(…) lo foral, ha sido como manifestación política, la mas clara y evidente de las carlistas: resumen, exponente y conciencia de su no delimitada ideología. También ha sido punto de referencia para detectarla autenticidad de sus luchas y adhesiones; elemento apto para manipulaciones extrañas; punto programático obligatoriamente aceptado por la dinastía, y lo que, en definitiva, determinó decisivamente alzamientos, desistimientos y resistencias inverosímiles de todo un pueblo permanentemente marginado o estafado. La garra de lo foral ha permanecido siempre incólume en sus masas.”

   Pero tales componentes –la defensa del comunal y de la singularidad foral, justificativos ambos de la continuada rebelión carlista, se hallaban sometidos a dos fuerzas exógenas aunque condicionadoras de su efectividad como partido por cuanto aparecían en el juego político como fundamentales y caracterizadoras ideológicamente del propio movimiento. Una era la radical confesionalidad católica, fruto de una realidad social: la aculturalidad de la población rural que hacía de la Iglesia su dirigente natural y hasta necesario facilitando el predominio del factor religioso como básico del hecho social y político que significaba el carlismo, y determinante, además, de la efectividad de su propuesta política; y a los sacerdotes como sus dirigentes naturales e ineludibles. Una confesionalidad en definitiva descalificadora, como ya se ha dicho, para el juego político, y fundamento y excusa para defecciones y traiciones integristas e instrumento válido en manipulaciones contrarias a su propia razón de existir, como así sucedió en la culminación final de todas esas manipulaciones e instrumentalizaciones: la sangrienta estafa de 1936 en la que el factor de la persecución religiosa sería como argucia el práctico y eficaz argumento imbatible para forzar su participación en el único levantamiento armado que en toda su larga Historia fue ajeno a sus propios intereses carlistas como partido y movimiento popular.

   El otro condicionante era el monárquico. El carlismo, continuador por elemental inercia social de los cuerpos tradicionales de autogobierno que justificaban su unidad y perennidad en la tradición medieval de respeto a instituciones oficialmente superiores en las que incluía no solo las de autogobierno, sino también a la que supuestamente lo garantizaba según la mitificación de toda sociedad primitiva: la monarquía. Una institución que había resultado válida al carlismo desde sus inicios como movimiento político al proporcionarle cohesión, asegurarle continuidad y hasta darle legitimidad en una sociedad mayoritariamente rural y políticamente no evolucionada; la monarquía le era útil. Por otra parte estaban cercanos en el tiempo los ecos de la Revolución Francesa, tan magnificados negativamente ante la sociedad antes aludida sometida en el sentimiento y la ideología al absoluto control eclesial.

Así la vieja institución aparecía como el valladar mas sólido contra la truculencia con la que como su única faceta era presentada la revolución.

   El binomio confesionalidad/monarquía ocultó, o al menos condicionó y consecuentemente desdibujó ante la opinión pública, el ser y mensaje carlistas en fracasada y por ello imposible conexión del carlismo con la sociedad. La confesionalidad militante – extrema y radical- del Tradicionalismo oficial lo excluía en buena parte de la participación en los cambios ideológicos y estructurales que se iban produciendo en la sociedad a la que pertenecía pero para la que el carlismo politicamente no contaba, y con el detestable añadido de que la monarquía lo reafirmaba en su enquistamiento en el Antiguo Régimen con la nefasta visualización de un pintoresco y anacrónico pleito dinástico subyacente.

Ruptura liquidacionista

   La década de los años 50 del pasado siglo, y en paralelo con el afianzamiento de los regímenes democráticos europeos tras la guerra mundial, significa el inicio de una profunda ruptura con las estructuras ideológicas tradicionales.

   En el Carlismo así sería. Un acontecimiento externo coincidió con tal transformación – evolución en un principio- al afectar a uno de los dos pilares antes apuntados: el confesional. Es sintomática la espontánea evolución del partido –especialmente visible en sus bases universitarias- en la segunda mitad de los años 50, coincidente –en el tiempo, en un principiocon la convocatoria en 1959 del Concilio Vaticano II -iniciado en 1962-, convocatoria católica que legitimó, desde la importante óptica confesional intrapartido, los nuevos planteamientos carlistas. A ello habría que añadir la significativa destitución del integrista Fal en 1955 que facilitaba la primera gran depuración doctrinal al hacer que la confesionalidad pasará de serun factor determinante en la propuesta carlista a quedar como un elemento mas en la sociedad a la que se dirigía su proyecto político. Un proyecto aún condicionado por la estrategia de lograr el poder mediante la sucesión monárquica al régimen que, paradójicamente, el partido aspiraba a destruir como epígono indeseable del sistema totalitario fascista. Los visibles –e inútiles- intentos de acercamiento al régimen así lo acreditarían para materializar ese ingenuo –por inalcanzable- ambivalente plan cuyo único y ambicioso, aunque imposible, objetivo era la conquista del poder.

   Prácticamente eliminado como determinante uno de los dos factores apuntados, el confesional, se iniciaba en cambio un largo periodo de fortalecimiento para la visibilidad monárquica. La presentación de Carlos Hugo, el hijo del rey Don Javier, el año 1957 en Montejurra, fortalece sobremanera lo que parecía languidecido durante la larga etapa de la regencia concluida de forma efectiva un año antes, en 1956.

  Pero mientras que la cúspide del partido sigue intentando la imposible alternancia al franquismo en una política de vergonzoso colaboracionismo, las bases populares avanzan en la depuración ideológica como fundamento inexcusable de una oferta moderna y atractiva enraizada en las vivencias de autogestión económica y autogobierno territorial que justificaban la existencia del carlismo como fenómeno político válido. El carlismo, pese a la supervisualización dinástica que significaba el lanzamiento de Carlos Hugo, era un proyecto con firme base social que se seguía desarrollando -en una primera etapa de aquel tiempo- incluso en flagrante contradicción con el partido-institución oficial.

   El reencuentro del carlismo con sus fundamentos básicos iniciales se incrementa.

Paralelamente, de forma conocida y tolerada aunque aún no oficializada, se fortalece el basamento de un carlismo socialista y defensor de la consolidación nacional de los varios pueblos del estado. En publicaciones como “Azada y Asta”, “Esfuerzo Común”, o incluso “Montejurra” –en referencia solo a las “legales” bajo la dictadura- se suceden los escritos que apuntan en esa dirección. Pero persiste el condicionante monárquico que limita y contradice algunas de las propuestas.

La plena purificación ideológica

   Conocedor de los ya seguros planes sucesorios del dictador, Carlos Hugo en 1968 escenifica la ruptura definitiva con el régimen mediante el acto de Valvanera que provoca la expulsión de España de él mismo y de toda su familia. Y efectivamente, en el año siguiente Franco designa como su sucesor a título de rey a Juan Carlos de Borbón. Para entonces Carlos Hugo ya había optado por intentar que se le admitiera como un miembro mas de la mas radical oposición a la dictadura. Consecuentemente su actitud personal, su posicionamiento ideológico y su actividad no serían ya las de un aspirante al trono, sino las de un jefe político, aunque tocado por una contradicción que afectaba seriamente a la verosimilitud de su dirección y quehacer como líder de una alternativa “revolucionaria” según sus propuestas finales de socialismo autogestionario y autodeterminación territorial, contradicción porque, en definitiva, era un jefe político no elegido sino predeterminado y que ya con ello contradecía la insoslayable legitimidad de cualquier liderazgo democrático; de cara a las bases del partido aún podría mantenerse una importante legitimidad sentimental en la adhesión que suscitaba, pero hacia el exterior constituía un anacronismo invalidante por cuanto se le seguía viendo como un aspirante a la corona, lo que neutralizaba o al menos ponía en cuestión su mensaje, no solo el socialista sino, aun peor, el estrictamente democrático.

   El rotundo fiasco de su candidatura en las elecciones de marzo de 1979 refrendaría de forma contundente el fin de la opción dinástica. Ello provocó la mas definitiva reflexión de Carlos Hugo respecto no al fin del Carlismo como válida opción política, sino del ya único pilar que lo hacía aparecer como un pintoresco resto del Antiguo Régimen: el de la monarquía.

   En una rueda de prensa celebrada en Paris el 19 de mayo de 1976 -por tanto unos días después de los asesinatos de Montejurra- Carlos Hugo se mostraba así de contundente respecto a lo que significa la institución que él aún representaba:

   “La monarquía, en sí, ha sido hasta ahora un monopolio de la clase dominante. Ha sido un instrumento válido y óptimo para sus intereses políticos y económicos . Su estructura no puede admitir revisión porque se ha elevado a la categoría de dogma. Se intenta hacer imperecedera sobre unas defensas constitucionales antidemocráticas. Así, la oligarquía del poder protegida por unas instituciones hasta hoy a su servicio y por unas interpretaciones útiles del sentimiento patriótico, ha podido ejercer su dictadura y quiere seguir ejerciéndola en el futuro.”

   La estremecedora nitidez de tal declaración, que descalificaba definitivamente a la institución por él representada, se intentó atemperar por el propio Carlos Hugo con estas ya inútiles reflexiones:

   “Pero la monarquía no debe ser eso, no puede ser eso. La monarquía no tiene razón de existencia si no está ya basada en el asentamiento popular, que nazca de una constitución socialista de sus estructuras. La monarquía, si es instrumento de poder de la clase dominante, es totalitaria, pero si es instrumento del pueblo, será socialista. De esta forma puede recibir el consenso del pueblo y tener razón lógica de su existencia democrática.”

 
   Esa apelación in extremis para pretender restituir la positividad de una institución por su naturaleza no válida desde sus propias bases ideológicas para la sociedad actual, era ya inútil. Carlos Hugo, errático tanto para su propuesta política como para su propio protagonismo como líder de un partido, concluía así, tristemente, su aventura vital como cabeza visible de un proyecto que si había resultado atractivo fue por proclamar que asumía las mas profundas bases ideológicas carlistas en la libre interpretación de las mismas por el pueblo.

   En lo monárquico todo estaba definitivamente concluido para el Partido Carlista, y además por boca de su máximo representante dinástico.

   Penoso fue ya el último deambular de Carlos Hugo como rey legitimo que no quería presentarse como tal, pero que no renunciaba al legado histórico que recaía sobre él y que, en flagrante contradicción, al mismo tiempo pretendía actuar como jefe no elegido democráticamente de un partido que se presentaba como socialista y democrático, rupturista en definitiva, y con todas sus consecuencias, al régimen dictatorial que fenecía.

   A esa lamentable paradoja, o dura contradicción, puso al fin término el propio Carlos Hugo cuando el 24 de noviembre de 1979, agotada ya la última posibilidad con el fracaso electoral del anterior mes de marzo, efectuó una Declaración al Consejo Federal del partido que constituye uno de los documentos mas importantes y definitivos de la historia del mismo.

   En él se consigna el fin de la cuestión dinástica, lo que conllevaba la definitiva liberación del partido respecto a cualquier compromiso en tal sentido:

   “Al no plantear el Partido Carlista ningún problema dinástico ni monárquico, conviene superar la intima relación o dependencia del Partido conmigo.”

 
   Concreción trascendental porque superaba una mera relación de simple lealtad entre
ambas partes –pueblo y príncipe- completando la superación a la propia existencia de la institución respecto al partido. Tanto la cuestión de la legítima reclamación dinástica como la mas general, por superior y justificadora de la anterior, la de la propia institución monárquica, habían decaído. ¿Cuál era la razón ideológica que lo justificaba?. He aquí la que en igual Declaración formulaba Carlos Hugo mediante esta reflexión, una de las mas lúcidas y trascendentales en la historia del Carlismo:

   “En un partido democrático y socialista como el nuestro, un puesto de dirección nunca puede tener carácter vitalicio, ni siquiera dilatado en el tiempo; se ensayan cambios, relevos, promoción de nuevos militantes, etc., para mantener la dinámica democrática del partido, evitando con ello que cualquier puesto de dirección quede personalizado.”

 
   Tan terminante declaración se completa mas adelante con otra definitiva que surge tras abordar Carlos Hugo las tensiones y discrepancias que habían surgido a raíz de su reciente fracaso electoral, invocando los dos principios de gestión que han de regir en el partido para resolver los problemas que surjan y que “en teoría han de resolverse a través de un proceso democrático y autogestionario, con soluciones claras y prácticas.” (el subrayado es nuestro).

   Pero en la cotidianidad no es fácil aplicar tales elementales principios o formas de actuación, porque en el partido existe –en aquel tiempo- una cortapisa suprema u obstáculo funcional que impide la normal aplicación de ese discurrir de los elementos constituyentes del Carlismo, y así es el mismo Carlos Hugo, tras hacer un leve apunte referido a las tensiones entre él –la “Presidencia”- y sectores del partido que se producían en aquellos momentos de desaliento generalizado, quien lo expone y concreta de forma durísima y definitiva :

   “Este desacuerdo sirve para denunciar el fondo del problema que he expuesto (el distinto tipo de letra está en el original), poniendo en evidencia las tensiones que surgen de la vinculación del Partido a una causa dinástica, personal y familiar.” (el subrayado es nuestro)

   Carlos Hugo con esta clarificadora apreciación (jamás posteriormente negada o simplemente matizada) completaba el diagnóstico y ponía fin al último elemento superviviente de los orígenes del Carlismo -que hacía tiempo era totalmente ajeno a su realidad funcionaly que ya definitivamente constituía un lastre invalidante para la eficacia y funcionalidad de la propuesta que el partido ofrece a la sociedad.

   Pocos meses después, el 28 de abril de 1980, Carlos Hugo y sus hermanas María Teresa, Cecilia y Nieves, mediante una escueta y fría nota remitida como carta al Secretario General del partido (modo de proceder que evidentemente no se merecía la militancia) se dan de baja en el mismo sin dignarse a exponer razón alguna. La Legitimidad concluía así con casi 150 años de vinculación y compromiso activo con el Carlismo; la monarquía había dejado de pertenecer al corpus esencial y formal del partido que ya podía presentarse como plenamente democrático para hacer una oferta socialista y autogestionaria coherente sin forzadas, por difícilmente creíbles, justificaciones “históricas” a las que hasta entonces se veía obligado por la presencia dinástica en su quehacer político.

   Por su parte Carlos Hugo, y los restantes miembros de su familia, tras su público y oficial abandono, desde entonces también se vieron liberados de asumir oficialmente una ideología que les era ajena dada su formación familiar, en especial por la rama materna.

   Carlos Hugo, a partir de 1968, y como visible opción táctica para hacerse un lugar en la ya imparable marea democrática e izquierdista que intentaba el asalto al posfranquismo, había adoptado los postulados socialistas y, en parte, los del soberanismo de las varias naciones peninsulares. Posteriormente, ya libre de compromiso político partidista, eludiría el socialismo y sí, en cambio, se asió a la etérea, cómoda y nada comprometedora “antiglobalización”; e igualmente se puede decir de su defensa de los derechos de las diferentes naciones del estado, -inexcusable en la propuesta ideológica carlista- que nunca los entendería plenamente, entre otras razones por el jacobinismo de su formación francesa.

Inútil y perjudicial dicotomía

   Son el Socialismo Autogestionario y la Confederación los que constituyen hoy la plasmación de las iniciales bases sociológicas e ideológicas –defensa del comunal y de los fueros- constatables ya en el nacimiento (1833) de este movimiento político, depuradas en su larga trayectoria, y que han justificado y justifican su propia prolongada existencia y la rara permanencia de un partido jamás en el poder y que, en su formulación actual, constituyen la oferta mas válida que hoy el Carlismo puede ofrecer a la sociedad de nuestro tiempo.

   En las I Jornadas de Desarrollo Ideológico celebradas por el Partido Carlista en Vilareal los días 30 de junio y 1 de julio de 2001 ya se concretaba la esencia del compromiso socialista del partido:

   “Rechazar toda opresión y toda explotación y disponerse a participar, junto con la totalidad de la sociedad, en la conquista y el ejercicio colectivo y democrático del poder.”

   Y mas adelante:

   “El socialismo no se reduce a un simple cambio en el régimen de propiedad ni tan siquiera un traspaso del poder político. Exige un nuevo modelo de sociedad en la que la verdadera realización del hombre no vendrá marcada por el “tener” sino por el “ser”. Hoy día una revolución no puede ya definirse tan solo atendiendo al cambio de estructuras, sino que es menester también el cambio de los hombres como es necesario una revolución en el campo de la cultura.”

   Obteniéndose seguidamente una conclusión lógica:

   “Para nosotros, para el Socialismo Autogestionario, no puede haber mas que un protagonista directo del poder y consecuentemente de la planificación : la sociedad entera. “

   Tras la anterior formulación, asumida por el Partido Carlista y no combatida posteriormente -con lo que ya ha de estimarse plenamente asentada- y por la que la sociedad, el pueblo, es el único “protagonista directo del poder”, ¿donde está el lugar de un sistema aristocrático, de sucesión prevista y discriminatoria, extraña por su propia naturaleza al pueblo sobre el que es impuesto?. La monarquía, en definitiva, no solo le es ajena sino que en si misma representa un obstáculo inadmisible para este, para su plena realización y libertad. La honesta declaración de Carlos Hugo, antes reproducida, adquiere así su pleno valor.

   Cualquier reflexión simplista habría de llevarnos, consecuente y lógicamente, a la apresurada conclusión de que, al no existir ya, según lo expuesto, compromiso monárquico, procede que el Carlismo se decante por la opción republicana.

   ¿Por qué?

   “Monarquía o República” es una trasnochada dicotomía que nos obliga al anacronismo de elegir entre un sistema no democrático y como tal discriminatorio, aristocratizante y clasista establecido mediante una predeterminación respecto a una familia, en sus orígenes “ungida por Dios” y que por su pretendida sacralidad pretende ser respetada y permanecer en el poder generación tras generación; y de otro -la república- con una forzada formulación de superioridad similar a la de la monarquía, pero con una temporalidad determinada aunque protegida por una “legitimidad” constitucional con similar imposición y aparato de pretendida sacralidad que en la monarquía.

   Para el Carlismo la opción entre ambas formas institucionales -en cuanto a sus pretendidas impuestas legitimidades- está superada en base a sus propios principios ideológicos democráticos y firmes propuestas programáticas como partido gracias, en buena parte, a la mas nítida y mantenida en el tiempo de entre sus bases ideológicas, lo que en la genérica terminología tradicional se calificaba como “regionalismo”. Un principio que por su propia naturaleza “liberadora” facilita y justifica la superación de las formas de gobierno y de lo mas imparable de la caducidad institucional.

   Las ya reiteradamente apuntadas bases ideológicas del Carlismo lo convierten, en esta contemporaneidad que vivimos, en adelantado respecto a la propuesta de superación de las formas institucionales conocidas.

   Hoy, junto con el Socialismo Autogestionario, pervive en el Carlismo, en continuidad centenaria y con una fuerza nunca discutida, la defensa del soberanismo territorial. Un compromiso activo que, como partido, lo ha identificado a través del tiempo, y que es antecedente y raíz de todos los movimientos de afirmación y liberación nacional peninsulares, como así es aceptado por la casi unanimidad de los tratadistas de los movimientos políticos.

   Bien sea en su formulación tradicional –el foralismo, especialmente en Euskal Herría- o en su mas doctrinaria del nacionalismo como destacada elaboración catalana, esa permanente defensa del soberanismo es el origen de la que posiblemente sea la propuesta mas original del Carlismo actual: la Confederación.

   La Confederación es siempre el resultado de un voluntario acuerdo entre naciones pertenecientes a un compartido ámbito geográfico, con antecedentes de obligada o libre convivencia histórica. Ello comporta que al confederalismo lo conforme el principio ineludible del pleno soberanismo y su corolario de la autodeterminación.

   Ya en 1981, en unas Jornadas Federalistas celebradas por el Partit Carlista del País Valencià en Vila-real, se abordaba el tema de la Confederación, concluyéndose en que: “En un Estado Confederal, como única diferenciación con el Estado Federal se da la circunstancia de que las nacionalidades confederadas solo están obligadas a acatar y cumplir las leyes comunes que se pacten, pero cualquier otra ley que pueda surgir de un Estado Confederal creado mediante el Pacto, no obliga de ninguna de las maneras a los diversos Estados Confederados.

   “Por otro lado, así como en un estado Federal el Pacto debe ser explicito sobre en que momentos los Estados pactantes pueden hacer uso del derecho a la autodeterminación, en un Estado Confederal los Estados pactantes pueden en cualquier momento separarse de la Confederación.”

   Y en el IX Congreso del partido, celebrado en Pamplona en 1966, volvía a abordarse igual planteamiento y reivindicación por varias intervenciones y aportaciones de los asistentes.

   Así, Patxi Ventura, según se recoge en el Acta del congreso , afrontaba con total claridad el fundamento esencial de nuestra reivindicación territorial al afirmar:


“La autodeterminación no puede tener otro límite que la voluntad mayoritaria, libremente expresada. Lo cual no niega que éticamente los legítimos derechos de un Pueblo acaban donde colisionan con los legítimos derechos de los otros pueblos.”

   Por este ponente de ahora, también se concretaba:

   “La Confederación es algo necesario para nuestro país.” “En el federalismo el estado es el preexistente en el tiempo. Sin embargo en una confederación lo que preexisten son las nacionalidades, las cuales se unen de forma voluntaria. Estamos en contra del Estado Unitario, en contra del Estado Federal asimétrico y en contra del Estado de las Autonomías”.

   Igualmente, el profesor Gómez de Arteche, y como anticipo a la formulación terminante que haría años mas tarde en el Congreso de Tolosa, efectuaba en este de Pamplona una reflexión de la que se conserva una nota manuscrita por él mismo y que hacía en su calidad de, en aquél momento, militante del Partido Carlista de Madrid donde residía. Nota que transcribo integra con respeto absoluto a su redacción y subrayados originales:

   “Autodeterminación y Federalismo – En la larga expresión histórica y en el pensamiento carlista aparece la autodeterminación de las Repúblicas Sociales libres como proyecto político para sí, con las otras y con su peculiar perspectiva sobre el conjunto para recrear una Confederación libre de las Repúblicas Españolas. Anuncia su preferencia por este modelo porque rechaza el Estado Federal imperfecto y claudicante o Estado de las Autonomías y aún los rasgos del Estado Federal que muestran la proclividad de este esquema al uniformismo y a la centralización incesante.”

   Posteriormente, en noviembre de 2004, se celebra en Tolosa el XI Congreso del Partido Carlista y en él ya se aborda el tema de la confederación con el claro objetivo de alcanzar su oficialización en el partido, y se escoge, para iniciarla y fundamentarla, una institución esencial del soberanismo foral vasco, el “Pase Foral”, del que se argumenta que pese a estar olvidado:

   “… porque la actual Constitución lo considera contrario a su espíritu y su letra neocentralista.
    El ´pase foral´ solo cabe en una confederación. Para el Carlismo los fueros siempre han sido su constitución, o mejor, sus constituciones, las de las naciones que conforman el estado.”

   Derivado de esa lealtad al soberanismo territorial, siempre presente en el Carlismo como su mas clara seña de identidad junto con la inicial elementalidad autogestionaria de la defensa del comunal, el partido, al preconizar la Autogestión lo hace desde una síntesis con el Soberanismo, lo que ya había incitado al militante e ideólogo carlista Xavier Ferrer a que los concretara en “Apuntes sobre Autogestión” (1998) entendiendo a esta como

   “…un proyecto político que pretende el cambio, en todos sus aspectos, de la organización social” y en el que la “Autogestión Territorial se confunde totalmente con el Confederalismo”.

   La Confederación, al fin, logra su oficialidad en el partido en el antes mencionado XI Congreso de 2004, en Tolosa, con esta declaración elaborada por el profesor Gómez de Arteche (ya apuntada por él mismo en el IX Congreso en Pamplona, 1996) y que debidamente consensuada y aprobada en el plenario, alcanzaba con ello su actual carácter oficial:

   “El Partido Carlista se ratifica en su principio federalista, en la variedad de Fueros y propone la Confederación, lo cual implica respeto a la personalidad plena de los países integrantes.”

   Sencilla concreción ideológica ratificada en congresos posteriores, que permite una mas amplia elaboración en cuanto a su incidencia en diversos aspectos, tales como la propia forma institucional, sobrepasada por el protagonismo del pueblo, que de manera irrefutable anula las formulaciones institucionales- monarquía y república- por su intrínseca inutilidad y carencia de razón de ser de las mismas para un pueblo dueño de su futuro y con capacidad e instrumentos para regirse sin tutela ni pretendida autoridad superior alguna.

Propuesta

   La ventaja “institucional” de la Confederación estriba en que supera cualquier opción a una determinada forma de gobierno por serle innecesaria.

   La Confederación es la expresión máxima de la Autogestión territorial, el sistema que la hace posible y racionalmente efectiva: el autogobierno por excelencia y que, además, constituye la vía mas plausible de solidaridad porque desde la plena soberanía no rompe sus lazos de colaboración hacia un fin de común servicio al pueblo, a todos los pueblos que comparten ámbitos comunes o próximos tanto geográficos como económicos, culturales y de similar problemática social.

   En una confederación no hay autoridad superior predeterminada ni electiva, siendo el propio Consejo Confederal quien asume directamente tal función, delegada circunstancialmente para actividades de protocolaria representación “estatal” en un miembro del propio Consejo, sin que ello conlleve alteración del status personal de tal miembro al no disfrutar en esa circunstancial representación de ninguna excepcionalidad, preferencia temporal o cambio respecto a la normal situación gestionadora de consejero para el que previamente ha sido elegido.

   No es esta una mera propuesta imaginativa basada en un desiderátum ideológico y, por consiguiente, abocada al fracaso como sucede con muchas especulaciones intelectuales. La situación antes descrita es ya una veterana realidad en una antigua, aunque imperfecta, confederación cual es la Helvética, lo que acredita que el sistema es factible y ha demostrado su contrastada eficacia: nadie conoce al Jefe de Estado en una de las entidades políticas mas veteranas y democráticas del mundo, y no lo conoce porque no existe; la temporal delegación representativa que ostenta es casi una anécdota circunstancial y para un cometido concreto, no un impuesto privilegio, caro e inútil.

   Para el Carlismo, además, la confederación dispone de un doble valor. De una parte permite llevar a la realidad su continuada defensa de la plena dignidad, en libertad, de los pueblos y naciones que al día de hoy componen el estado español, y de otra le es absolutamente útil por cuanto le proporciona como partido una originalidad no solo configuradora sino atractiva por ser factible su concreción práctica, practicidad y beneficios como participante en el juego político aún mayores incluso que su apuesta por la autogestión, por el Socialismo Autogestionario, de no tan fácil diferenciación comprensiva dada la amplia oferta que por las variadas interpretaciones del socialismo existen. Una originalidad acrecentada –la de la confederación- por cuanto conlleva la superación de las formas de gobierno conocidas excluyendo cualquiera de ellas –monarquía o república- en un pleno ejercicio democrático.

   El Partido Carlista, por otra parte, puede reivindicar con todo derecho y autoridad esta propuesta confederal estricta invocando la totalidad de su historia. Desde la defensa ya en sus inicios de la plenitud foral (incluida la soberanía del “pase foral”), como en todas sus rebeliones genuinas (“matiners”, y 3ª guerra con restablecimiento simultaneo de los gobiernos propios en Catalunya, País Valencià y hasta en Aragón), llegando a la época contemporánea con el Estatut para Catalunya (1930), declaradamente confederal, o la fundamental participación en el, también proyecto, de Estatuto para Euskadi de 1932 – elaborado conjuntamente con el Partido Nacionalista Vasco- y en cuyo artículo 1º se preconizaba un “Estado Vasco”. Y ya contemporáneamente, en 2004, con otro “Projecte d ´Estatut” para Catalunya, igualmente confederal, conocido como “de Sarrià” y elaborado por una comisión en la que por primera vez en un documento catalán de ese carácter intervenían representantes también de les Illes y del País Valencià (entre ellos, este ponente).

   Es por todo ello que el actual partido está legitimado a también denominarse Partido Confederal Carlista y declarar oficialmente extinguida cualquier propuesta de forma institucional -monarquía o república- al haber asumido ya, definitivamente, el completo protagonismo popular mediante la plena soberanía de las naciones que en pleno ejercicio democrático han de componer la Confederación mediante su voluntaria adhesión al pacto confederal garantizando así su libre y voluntaria pertenencia al mismo. Se trata de un simple ejercicio de Honestidad, resultado de la fidelidad del partido a los intereses y derechos de personas y naciones mediante sus postulados de Socialismo Autogestionario y de Confederalismo. Honestidad no solo por perseverar fiel a su historia, sino por la obligación ineludible de ser coherente con lo que representa y dice defender al día de hoy.

   Constituye, además, esta propuesta que presento, el ya apuntado planteamiento original, atractivo y plenamente válido para la realidad social de hoy, coherentemente útil para la definitiva consolidación de la propuesta carlista, libre, al fin, de cualquier compromiso institucional en base al único protagonismo posible: el del Pueblo en uso de sus completas prerrogativas democráticas sin intermediario alguno, ni tampoco imposición ni predeterminación en su cumbre.

   La grave situación actual del partido exige la adopción de medidas urgentes y drásticas, y la fundamental es la de la completa purificación y concreción ideológicas por las que su mensaje y propuesta a la sociedad sean no solo posibles sino también, y especialmente, originales y atractivos en un reto impuesto por la dura pugna a que hoy se enfrentan todos los partidos políticos. Ese es el desafío inevitable que hoy, desde el principio inexcusable de que hemos de ser coherentes con nuestra ideología fundamental para ser considerados plenamente honestos y consecuentes, debemos aceptar si no se quiere que el Carlismo sea pronto un recuerdo, “enamorado, sí, pero tan solo un recuerdo”.
 

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